
Como si alguien aún dudara que Donald Trump es un fascista, ayer lo dejó claro desde el Despacho Oval, rodeado de jefes policiacos de todo el país. El fascismo —esa ideología autoritaria, ultranacionalista y militarista— dejó de ser una amenaza velada y se volvió política oficial de Estado en Estados Unidos.
Trump firmó una serie de órdenes ejecutivas que, además de alarmantes, son un calco del manual represivo de las dictaduras latinoamericanas. La más preocupante: una orden titulada “Strengthening and Unleashing America’s Law Enforcement to Pursue Criminals and Protect Innocent Civilians”, que ordena al Secretario de Defensa, Pete Hegseth, y a la Fiscal General, Pam Bondi, integrar al ejército a las labores policiales.
“Sec. 4. (a) Within 90 days... shall increase the provision of excess military and national security assets in local jurisdictions to assist State and local law enforcement.”
Tanques, lanzamisiles, helicópteros, personal militar... ya no es sólo la policía; ahora es una fuerza militarizada que patrullará las calles de Estados Unidos como si fueran campos de guerra. La excusa: "prevenir el crimen". La realidad: sembrar el miedo y aplastar la disidencia.
Además, Trump firmó otra orden ejecutiva dirigida contra las llamadas “ciudades santuario”, bajo el pretexto de “Protecting American Communities from Criminal Aliens”. Pero el texto revela otra cosa: una clara intención de invocar la Ley de Insurrección de 1807 y declarar la ley marcial contra gobiernos locales que no colaboren con ICE.
“This is a lawless insurrection against the supremacy of Federal law…”
La orden exige que se elabore una lista negra de funcionarios estatales y locales que obstaculicen las políticas migratorias federales. A estos se les amenaza con recortes presupuestales, enjuiciamiento criminal, e incluso arrestos —como el caso de la jueza Hannah Dugan en Milwaukee, detenida por el FBI tras impedir que ICE detuviera a un acusado en su tribunal.
La narrativa trumpista va más allá: equipara la migración con una “invasión”, y a los migrantes con enemigos del Estado. De hecho, Trump ya está usando la Ley de Enemigos Extranjeros para deportar venezolanos sin proceso legal, acusándolos —sin pruebas— de pertenecer a la banda criminal Tren de Aragua y enviándolos a prisiones salvadoreñas como el CECOT.
Por si fuera poco, otra orden obliga a que los conductores de camiones hablen inglés, declarando al idioma como “requisito de seguridad nacional”. Sin base constitucional y con una clara carga xenofóbica, esta orden pretende excluir a miles de trabajadores latinos.
Una tercera orden promueve la impunidad policial: revisa los acuerdos entre el Departamento de Justicia y las policías locales (conocidos como “consent decrees”) y busca eliminarlos. La idea es proteger a policías violentos y, de paso, consolidar una policía militarizada lista para enfrentar protestas populares.
Las consecuencias ya se sienten: en Oklahoma City, una ciudadana estadounidense llamada Marisa fue víctima de una redada por parte de ICE, el FBI y los alguaciles. Su delito: vivir en la casa equivocada. Los agentes rompieron puertas, robaron pertenencias y aterrorizaron a sus hijas. “Somos ciudadanas”, gritaba Marisa. A nadie le importó.
Como alguien que vivió en Argentina después de la dictadura de Videla, no puedo evitar estremecerme. Escuché testimonios de madres buscando a sus hijos desaparecidos, de ciudadanos aterrados por el sonido de las botas militares en sus calles. Ese terror empezó con decretos como los que Trump acaba de firmar. Ayer, desde la Oficina Oval, selló su viraje hacia el totalitarismo.
Si algo nos enseñó la historia, es que el fascismo no llega de golpe. Llega con decretos firmados por “líderes fuertes” que prometen “orden”. Llega con tanques, listas negras y el aplauso de los uniformados. Por lo general, el ejército en el pasado se ha usado para repeler enemigos extranjeros… no para patrullar nuestras calles ni aplastar a nuestros propios ciudadanos. Pero Trump ya rompió esa barrera
¿Estaremos lo suficientemente alerta para detenerlo esta vez?
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